El voto de San José
Actualizado: 13 dic 2019

Lo primero que hizo Ángel en cuanto bajó del tren fue dirigirse a casa de Carmen. Era ya un poco tarde y esperaba encontrarla en casa. ―No está aquí ―le informó Felisa, que fue la que le abrió la puerta―. Se ha ido después de comer a casa de Carolina, a pasar un rato con ella. Pero entra, no creo que tarde. Mi marido está en el comedor y se alegrará mucho de verte.
Ángel pasó, nada convencido, y se puso a conversar con José.
―¡Bienvenido, soldadito! Vaya, ¡qué pelos te han dejado! Has engordado un poco, ¿no? ¡Se ve que te tratan bien en la capital! ¿Qué tal el cuartel? ¿Y la pensión? ¿Has hecho muchas guardias? ¿Te ha tocado pelar patatas? ¿Y las novatadas? Ángel se vio abrumado por tantas preguntas.
―Todo bien, primo. Espera que coja fuerzas, que no sé por dónde empezar a contestarte. No, no me han hecho novatadas porque cuando Franco mandaba en la Academia Militar las prohibió. La fonda es muy buena, pero eso ya lo sabes porque es la misma a la que fuiste tú. ¿Qué más me queda? Ah, las guardias. Pues ya llevo unas cuantas, y, a pelar patatas, aún no me han puesto ―le contestó el mozo riéndose―. ¿Qué tal tú? ¿Cómo va Pepe? Ya he visto que Felisa está muy gorda. No le he dicho nada por si le sabía malo. ¿Lleva bien el embarazo?
―Sí, muy bien. Y está muy contenta de verse así, tan oronda; dice que eso es porque el bebé está creciendo bien. Esperamos al chiquillo para julio, así que ya queda poco. Y tú, ¿te ha buscado tu padre un buen enchufe?
―No, no conoce a nadie en ese cuartel. Pero da igual. Estoy contento, no me va mal. Los únicos trabajos que tenemos que hacer los de cuota son las guardias. No tenemos que limpiar ni nada de eso, y casi todos los días llego a comer a casa. Además, alojado conmigo hay un chico de Sádaba que está en el mismo cuartel que yo y nos hemos hecho muy amigos. Por las tardes salimos juntos a dar una vuelta y a tomar algo por ahí. También ha prometido bandera hoy y se ha ido a su casa de permiso. Le he invitado para que se venga el sábado a pasar el día de San José con nosotros.
―Eso está bien, Ángel. Verás que los amigos que se hacen durante el servicio son para toda la vida. Lo sé por experiencia. Todavía tengo muchos de mi paso por el servicio militar. ¿Y cuándo vuelves al cuartel?
―Pues el Domingo de Ramos. Cogeré el tren de las doce de la mañana. Tengo que presentarme el lunes temprano y no quiero hacer tarde.
―Muy bien, así te da tiempo de pasar la mañana con nosotros. Venga, si quieres te acompaño a casa de Josefa y nos traemos a tu novia, que está tardando en volver ―se ofreció José.
―Vale, y de paso veo a Carolina. Me escribió Carmen que seguía mala.
―Sí, no acaba de echar fuera ese resfriado. Además, el domingo pasado se empeñó en hacer lo de los siete domingos de San José. Se fueron todas: Carolina, Carmen, María, Felisa y las primas Usán, andando hasta la ermita del santo después de misa de nueve. ¡Fíjate tú! ¡Qué necesidad!, con el frío que hace en esa iglesia. No sé dónde se está peor, si dentro o fuera. El caso es que se quedaron un rato rezando la novena, ¡y claro!, entre el frío y la gran caminata que se dieron, parece que el catarro le ha ido a más. Pero ya sabes cómo son de cabezudas estas Cuchas. Nadie puede con ellas.
Cuando iban a salir se encontraron con Carmen; su hermana había ido a buscarla sin decir nada para darle una sorpresa al mozo. Y tampoco le había comentado quien le esperaba, solo le explico que su Francisca la estaba buscando.
―¡Menudo chasco te hubieras dado si no llega a ser Ángel! ―le contesto Felisa cuando Carmen, contentísima, empezó a decir que se había imaginado que su novio la esperaba―. ¡Venga, José! Vente conmigo a la cocina, que estos dos no quieren carabina y madre vendrá enseguida―le ordenó a su esposo.
Los novios aprovecharon esos momentos de soledad, que fueron muy pocos porque enseguida llegó el resto de la familia. Todos se alegraron mucho de ver al soldado y, después de acosarle a preguntas y de que él las contestara todas sin enfadarse ni un poquito, se fueron a cenar y siguieron hablando hasta que se hizo la hora de dormir y el novio tuvo que irse para su casa.
Al día siguiente, Ángel apareció muy temprano en el hogar de su novia. Como era domingo no tenía que ir a trabajar.
―¡Quiero acompañarte a cumplir con lo de las caminatas a San José! ―le explicó―. Aunque no haya podido ir los siete domingos seguidos, si hago este, voy el día de San José y cumplo el voto, seguro que el Santo se acordará de mí cuando lo necesite y me dará una buena muerte el día me llegue la hora. ¿Verdad, Carmen?
―¡Qué tontadas dices! ―le contestó ella, muy enfadada―. No es por ti por quien hay que pedir ni a quien el santo tiene que amparar, que tú estás bien fuerte, sino por Carolina. Ayer me dijo que si no podía acabar los siete domingos, que los terminara yo por ella. «Pídele a San José que me acompañé en mis últimos momentos», me dijo.
―Y tú, ¿qué le contestaste?
―Que estaba exagerando mucho, que era boba, que nadie se muere por un catarro. Pero, por si acaso, vamos a rezar las oraciones del Santo y a pedirle que si mi prima no se pone bien, por lo menos no tenga una agonía larga ―le comentó la chica mientras se secaba las lágrimas que le asomaban a los ojos.
―¿Sabes? ―le dijo Ángel unas horas más tarde, cuando volvían de la ermita y aprovechando que veía a su novia más animada―. He invitado a un amigo a pasar el día 19 con nosotros. ¿Te parece bien?
―Claro. Ya me lo había contado José. ¿Cuándo viene? ―quiso saber ella.
―El viernes por la tarde. Le propuse que durmiera en mi casa porque, si no, tendría que bajar a buscarlo a la estación el sábado por la mañana y entonces no llegaríamos a la romería. Ya verás lo majo que es. Se llama Julián y es de Sádaba. Bueno, ya te lo he contado en las cartas. Es el que está conmigo en la fonda.
―¿Y tiene novia? ―preguntó Carmen, que ya pensaba en buscarle una.
―Sí, Carmen, no seas casamentera. Mejor empieza por encontrarla para tu hermano, que le hace más falta.
Y entre bromas y risas llegaron al pueblo.
Los días pasaron muy rápido. Durante toda la semana, Ángel estuvo ayudando a su padre y disfrutando de su familia. Encontró tiempo para ver a sus amigos y para estar con su novia. El que no se le despegaba era Manolico, el chaval siempre tenía un motivo para estar a su lado y a dondequiera que fuera su hermano, iba él también. Nunca habían estado tanto tiempo separados y se echaban mucho de menos.
El viernes por la tarde estaban merendando los dos chicos en la cocina de su casa, cuando se dieron cuenta de que era la hora de llegada del tren. Se les había pasado el tiempo sin enterarse y en diez minutos entraba el autovía en el andén.
―Vamos, Manolico, acompáñame, que tengo que ir a buscar al de Sádaba―le pidió Ángel mientras bajaba rápidamente las escaleras.
―No os olvidéis de pasar por la panadería a recoger la culeca de Carmen ―les gritó Pilar antes de que llegaran a la calle.
―Sí. Yo se lo recordaré―le contestó el pequeño, que ya había alcanzado a su hermano mayor.
Los dos se fueron muy contentos. El tren tenía una hora de llegada, pero nunca la cumplía, por lo que iban hablando sin prisa y saludando a todo el que se encontraban.
―¿Por qué no te vas una temporada a Uncastillo con los tíos? ―le propuso Ángel a su hermano―. Ahora que no estoy, te debes aburrir mucho aquí.
―¡Vaya ocurrencias que tienes! ―le contestó Manolico―. Si ahora me voy yo, madre se muere del disgusto y a padre le da un telele. No paran de quejarse de lo solos que están sin ti. Ya me iré más adelante, cuando vuelvas.
―Pues como te descuides igual no vas más. Dicen que pronto acabaran las escuelas nuevas y el tío Amador está apuntado para venir a dar clase aquí. Así que ándate con ojo, porque a lo mejor ya no pisas aquel pueblo.
―¿Te crees que me importa? ―respondió el pequeño―. Voy por estar con Enrique y con los tíos. Si ellos se vienen ya no tengo ningún interés en ir allí. O, ¿qué te crees?, ¿que tengo alguna novia en Uncastillo?
―¡Pues solo faltaba! ―se echó a reír Ángel―. Anda, déjate de guasas, que con tanto palique vamos a llegar tarde a por el forastero.
Julián, el nuevo amigo, llegó cargado con una pequeña maleta. Se quedaba hasta el domingo y así Ángel y él se marcharían juntos en el tren. Dormirían en la pensión y se presentarían en el cuartel el lunes temprano.
―Toma, le he traído esto a tu madre ―le dio un paquete nada más apearse del tren y después de que Ángel le presentara a su hermano.
―¿Qué es? ―le preguntó su amigo.
―Son unos dulces que se hacen en Sádaba. Se llaman yemas dobles. A mí no me gustan porque son un poco empalagosos, pero en mi casa las ha comprado para la tuya y, si no las traigo, no me dejan venir.
―Seguro que a la mía le encantarán. Dale las gracias de mi parte ―le respondió Ángel, muy contento de ver lo educado que era su amigo y lo bien que le iba a parecer eso a su madre.
―¡Anda! Hablando de dulces… Casi se me olvida que tenemos que pasar por el horno antes de ir a casa ― le recordó Manolo. ―¡Caramba! ¿Qué hora es ya?
―¿Qué pasa? ¿Os habéis dejado el pan al fuego? ―se extrañó el forastero.
―No. ¡Peor! Tengo que recoger la culeca para mi novia. Si no llegamos antes de que cierren, mi madre me mata y Carmen dejará de hablarme hasta le eternidad…
―¿Qué es eso que hemos de recoger sin falta? ―le preguntó Julián a Manolo.
―La culeca. Una especie de bollo que lleva huevos duros dentro y una cosa blanca por encima con confetis de colores. Es lo que se bendice mañana en la Ermita de San José.―Lo que te conté que se come en la romería ―refunfuñó Ángel―. La costumbre es que se les regale a las novias una muy grande con doce huevos y rellenas de bombones y chocolates. Mi madre la ha encargado y nosotros tenemos que recogerla. Quiero que Carmen tenga la más grande y hermosa de todas las del pueblo, y así les daré por los morros a algunos que creen que lo suyo es siempre lo mejor. Si no consigo mi culeca, seré el novio más triste de la historia y, también, el hazmerreír de todos mis amigos, y la familia de mi novia no dejará de criticarme en mucho tiempo; así que ¡daos prisa para que no nos cierren!
«¡Pero qué tontos son en este pueblo!», pensó el sadabense, pero como le tenía mucho cariño a Ángel, corrió detrás de él.
Tanta prisa se dieron que al final llegaron a tiempo y, muy contentos, regresaron a casa con su trofeo.
―¡Pensé que no veníais! ―les dijo Pilar, que llevaba un rato en la puerta esperándoles―. Venga, entrad a dejar la maleta de tu amigo y vámonos. Dile a tu padre que baje ya. Ángel, sus padres, su hermano y Julián, y cargados con la culeca, se fueron a casa de Carmen, donde les esperaba la chica junto a su familia.
Una vez allí, los mayores pasaron a la sala mientras los jóvenes se quedaban en el comedor. A todos les gustó mucho el regalo y lo elogiaron mucho.
―Ninguna de mis hermanas tuvo nunca una culeca tan grande y tan llena de cosas ―le dijo Carmen a su novio, sabiendo que eso era lo que él esperaba oír.
―¡Mira! ― señaló Ángel, muy ufano―. Tiene hasta flores de chocolate.
Julián los miraba a todos, cada vez más convencido de que a su amigo le faltaba un tornillo. «¡Vaya estrapalucio por un bollo!», pensaba.
Pero cuando le sirvieron una taza de chocolate caliente y un trozo de culeca de las que todavía no estaban bendecidas, no le hizo ascos al dulce y pidió otro trozo.
―Y, ¿qué es lo que haremos mañana? ―preguntó el de Sádaba.
―Iremos de romería hasta San José. Es una iglesia que está en las afueras del pueblo, como a unos dos kilómetros. Allí oiremos misa y el sacerdote leerá el voto ―le contestó María, a la que el forastero le había caído muy bien.
―¿Qué es eso del voto? ―insistió el joven.
―Pues es una promesa que hicieron nuestros antepasados hace muchos años, cuando hubo una epidemia de tifus. Le rogaron a San José que los cuidara y acabara con la enfermedad y, a cambio, le prometieron que ellos y sus descendientes irían andando el día de su santo a oír misa a la ermita que lleva su nombre ―le contó Antonio, que ya estaba un poco harto del preguntón.
―Y, ¿les protegió? ¿Acabó con la epidemia? —siguió indagando Julián.
―Pues debió ser que sí, porque todavía estamos aquí. Nosotros por si acaso seguimos yendo cada año, no se vaya a enfadar el santo si rompemos el voto ―le terminó de explicar María.―Además se inventaron lo de las culecas, que solo se hacen para este día. ¡No hay durante el resto del año! En la iglesia se bendicen junto con los ramos de olivo que luego reparte el cura para que los colguemos en nuestra casa y nos protejan de las tormentas y, después, ya se pueden comer. Verás cómo te gusta ―le continúo explicando Carmen, que quería ser simpática con el amigo de su novio―. La gente va cantando mientras hace la caminata y todo es muy alegre. Antes íbamos con la banda y la corporación municipal, pero este año, me parece que no van a acudir.
―¡Ellos se lo pierden! ―replicó Ángel.
Y los jóvenes siguieron merendado y haciendo planes para el día siguiente.
El 19 de marzo de 1932 amaneció esplendido. Cuando España era una monarquía, la romería comenzaba en la iglesia, pero aquella vez se formó a la salida del pueblo, tal y como había ordenado el párroco para no tener conflictos, y desde allí partió. Habían quedado en la zona de los corrales, donde les esperaba el sacerdote acompañado de los balidos de las ovejas que estaban encerradas en las parideras.
Además, San José era el patrón de los carpinteros y todos los del gremio querían celebrar la fiesta por todo lo alto, como siempre habían hecho; sin embargo, el ayuntamiento prohibió la procesión que se celebraba cada año en el pueblo con ese motivo, así que todos ellos también se unieron a la romería. A la Parroquia solo acudieron las personas mayores que no tenían ganas de caminar, como era el caso de Francisca y don Ángel, que tenían previsto comer solos y tranquilos en su casa. En la ermita, por el contrario, se juntaba gente de todo tipo, pero sobre todo jóvenes. Los quintos del año solían acudir juntos y hacían alguna trastada, siempre a la hora de comer, cuando ya habían bebido bastante vino. A primera hora, todos iban muy formalitos, limpios y, sobre todo, alegres.
Mosén Manuel, cuando vio que era la hora, dio la orden de salida y todos empezaron a caminar a buen paso. Llevaban sus culecas preparadas para que al terminar la misa fueran bendecidas. Los carpinteros, por su parte, habían preparado un refresco, que consistía en chocolate y licores para tomar con los dulces, al que todos los romeros estaban invitados. Ellos, los del gremio, tenían luego una comida en el pueblo junto con los sacerdotes. En los años anteriores, el alcalde y los concejales asistían también a ese almuerzo, pero esa vez habían decidido no ir.
La gente joven pensaba quedarse a comer en los pinos que había al lado de la iglesia e iban cargados con todos los trastos que necesitaban. Carmen y sus acompañantes pensaban hacer carne asada. Su padre había mandado matar un ternasco y Antonio era el encargado de preparar las costillas a la brasa para el grupo. En las anteriores celebraciones, el ayuntamiento dejaba al lado de la ermita madera para los romeros, pero aquel día, cada uno se la había traído de su casa, ¡no fuera a ser que al consistorio se le hubiera olvidado!
Ángel y Carmen, en cuanto entraron en la iglesia, se pusieron muy serios y fueron a cumplir el encargo de Carolina. Pidieron por ella y le explicaron al Santo por qué no había podido acudir y así terminar la novena. Celebraron misa de Terno. El párroco había querido dar la mayor solemnidad posible al acto y se llevó dos oficiantes más; eran tres los sacerdotes que estaban en el altar. Después de la plática, se leyó el voto de San José y, al finalizar la misa, se celebró la bendición de las culecas y los ramos de olivo. Cuando salieron de la iglesia, los jóvenes olvidaron las penas y disfrutaron del día todo lo que pudieron. Ángel se iba el domingo y no sabía cuándo volvería a tener permiso. Mientras el olor a carne asada se extendía por toda la zona, el joven estuvo cantando jotas sin parar, acompañado por su bandurria. Fue la atracción de la mayoría de los romeros.
Después de la comida, los grupos se quedaron descansando un rato bajo los pinos antes de emprender el regreso. En ello estaba Ángel, escuchando muy atento lo que su novia le contaba, hasta que una pregunta de la chica hizo que se pusiera de muy mal humor. ―Mañana es Domingo de Ramos. Siempre hemos sacado a las calles la imagen de Jesús entrando en Jerusalén. ¿Crees que este año podremos? ―le preguntó Carmen―. Yo casi prefiero que no. Podemos dar la vuelta con la burrita dentro de la Iglesia y ya está.
―¡No seas miedica, Carmen! ¡No me gusta! No veo por qué no lo vamos a poder hacer. ¿Es que no somos tan españoles como los demás? ―le respondió Ángel―. ¿Nos vamos a tener que quedar metidos en casa o qué?
―He oído por la radio que el gobernador civil ha dado permiso para que en Zaragoza salga la procesión, así que aquí no vamos a ser menos ―les informó Antonio, quien había oído las palabras de los novios y quería poner un poco de calma entre ellos―. Solo faltaría que el alcalde le llevara la contraria a las autoridades… ¡No pasará nada, tonta!
La joven, nada convencida, cambió de tema y siguió intentando disfrutar, explicándole al forastero las costumbres de su pueblo, pero ya nada era igual y no volvió a sonreír, por mucho que los demás lo intentaron.
Al día siguiente, Carmen se levantó con muy pocas ganas de salir
―Ángel puede decir misa, pero no tiene ninguna gracia ir a un acto religioso cuando sabes que por la calle te van a insultar; además, ¡la mitad del pueblo no quiere que salga! ―le comentó a Felisa cuando bajó a desayunar.
―Haz de tripas corazón y olvídate de todo ―le aconsejó su hermana―. Nuestro deber como católicos es ir a la procesión y dar la cara. Acuérdate de que los cristianos no se escondían de los romanos aunque luego los mataran en el circo. Piensa que tú eres una de ellos. Y ahora vete y ponte tu vestido nuevo, porque ya se sabe: el que no estrena el Domingo de Ramos, es que no tiene manos.
Carmen se rio y se fue a arreglar para estar lista cuando su novio pasara a buscarlas. Si tenía pocas ganas de ir, su hermana María menos aún.―¿Seguro que tenemos que acudir? ―le preguntó.
―Claro, pequeña. Primero vamos a misa y luego, ya sabes…Carmen estuvo a punto de contarle lo de los romanos y el circo, pero al final no lo hizo. Le daba miedo que la niña se lo tomara en serio y se asustara aún más.
―Madre me ha preparado una palma muy bonita, pero no la quiero llevar ―le comentó la chiquilla―. Es muy grande y, si nos insultan, a mí me tocará más porque se me verá mucho por culpa de ella.
―Es verdad... Haz como si se te olvida, ya cogeremos ramos de olivo como todo el mundo.―¿Cuándo se van Ángel y su amigo? ―le preguntó la pequeña, ya más tranquila. ―En cuanto entre la burrita de nuevo en la iglesia. Tienen que darse prisa para que les dé tiempo de ir a recoger la maleta y a comer algo. El tren pasa a las doce, así que como no espabilen, lo perderán. »Mira, me parece que llaman a la puerta.―¡Chicas, bajad! ¡Ángel y Julián están aquí! ―les gritó Felisa al cabo de unos minutos.Las dos hermanas, junto con Antonio y los dos soldados, se fueron a la iglesia sin demasiadas ganas, pero al llegar allí se sorprendieron mucho. Estaba abarrotada; había más gente que nunca. ―¿Por qué hay tanto público? ―preguntó María, que ya no parecía tener miedo al ver tantos rostros conocidos.
―Porque la gente ya se está hartando. A los católicos no nos pueden dejar arrinconados como si no fuéramos nada ―le contestó Ángel―. Tenemos nuestros derechos y no vamos a consentir que nos metan en casa. El párroco ha pedido los permisos y le han dicho que sí, por lo que la gente ha venido a cumplir como cristiana sin saltarse la ley; vamos a celebrar el Domingo de Ramos como toda la vida.
En cuanto terminó la misa, el párroco bendijo los ramos y todos los asistentes se fueron colocando para empezar la procesión. María, en aquel momento, se arrepintió de haber dejado la palma en casa. Muchas chicas de su edad llevaban una parecida a la que le había preparado, y ella no tenía la suya.―La mía era mucho más bonita que este ramito de olivo ―se quejó a su hermana mientras se colocaban en la fila―. ¡Qué pena habérmela olvidado en casa!
Su hermana sonrió ante la salida de la niña y las dos fueron a ocupar su lugar en la hilera.
El desfile comenzó. Como la banda municipal tenía prohibido acudir a cualquier acto religioso, la música la ponían los hombres y mujeres que procesionaban y, que ese día, cantaban como si les fuera la vida en ello. La calle se había llenado de grupitos que increpaban a los católicos, pero esa vez era mucha más la gente que iba en la procesión que la que estaba fuera de ella. Cuando los alborotadores recibieron respuestas airadas por parte de los de las filas, se fueron callando. Sabían que la Guardia Civil tenía orden de proteger a los que participaban en el acto de culto. El comandante del puesto había dado órdenes a los cuatro guardias que vigilaban de que nada ni nadie lo interrumpiera, y ellos estaban dispuestos a hacerlo muy gustosamente. Los grupitos se fueron retirando poco a poco. Los civiles no les miraban con buena cara y sabían que esa vez tenían las de perder.
―¡Ya tendremos otra oportunidad! ―amenazaron mientras cada uno tomaba el camino a su casa. Cuando todo terminó, los dos soldaditos fueron a por sus cosas y, después, acompañados por sus amigos, se dirigieron a coger el tren que de nuevo les llevaría a Zaragoza.―Qué bien ha salido todo ―tuvo tiempo de decirle Ángel a su novia―. ¿Ves cómo no tenías de qué preocuparte?La chica sonrió, no le gustaba llevarle la contraria a su novio; pero no se le iban de la cabeza las caras de los que estaban esperándoles cuando salieron de la iglesia.contaba, hasta que una pregunta de la chica hizo que se pusiera de muy mal humor. ―Mañana es Domingo de Ramos. Siempre hemos sacado a las calles la imagen de Jesús entrando en Jerusalén. ¿Crees que este año podremos? ―le preguntó Carmen―. Yo casi prefiero que no. Podemos dar la vuelta con la burrita dentro de la Iglesia y ya está.
―¡No seas miedica, Carmen! ¡No me gusta! No veo por qué no lo vamos a poder hacer. ¿Es que no somos tan españoles como los demás? ―le respondió Ángel―. ¿Nos vamos a tener que quedar metidos en casa o qué?
―He oído por la radio que el gobernador civil ha dado permiso para que en Zaragoza salga la procesión, así que aquí no vamos a ser menos ―les informó Antonio, quien había oído las palabras de los novios y quería poner un poco de calma entre ellos―. Solo faltaría que el alcalde le llevara la contraria a las autoridades… ¡No pasará nada, tonta!
La joven, nada convencida, cambió de tema y siguió intentando disfrutar, explicándole al forastero las costumbres de su pueblo, pero ya nada era igual y no volvió a sonreír, por mucho que los demás lo intentaron. Al día siguiente, Carmen se levantó con muy pocas ganas de salir ―Ángel puede decir misa, pero no tiene ninguna gracia ir a un acto religioso cuando sabes que por la calle te van a insultar; además, ¡la mitad del pueblo no quiere que salga! ―le comentó a Felisa cuando bajó a desayunar.
―Haz de tripas corazón y olvídate de todo ―le aconsejó su hermana―. Nuestro deber como católicos es ir a la procesión y dar la cara. Acuérdate de que los cristianos no se escondían de los romanos aunque luego los mataran en el circo. Piensa que tú eres una de ellos. Y ahora vete y ponte tu vestido nuevo, porque ya se sabe: el que no estrena el Domingo de Ramos, es que no tiene manos.Carmen se rio y se fue a arreglar para estar lista cuando su novio pasara a buscarlas.
Si tenía pocas ganas de ir, su hermana María menos aún.―¿Seguro que tenemos que acudir? ―le preguntó.―Claro, pequeña. Primero vamos a misa y luego, ya sabes…Carmen estuvo a punto de contarle lo de los romanos y el circo, pero al final no lo hizo. Le daba miedo que la niña se lo tomara en serio y se asustara aún más.―Madre me ha preparado una palma muy bonita, pero no la quiero llevar ―le comentó la chiquilla―. Es muy grande y, si nos insultan, a mí me tocará más porque se me verá mucho por culpa de ella. ―Es verdad... Haz como si se te olvida, ya cogeremos ramos de olivo como todo el mundo.―¿Cuándo se van Ángel y su amigo? ―le preguntó la pequeña, ya más tranquila. ―En cuanto entre la burrita de nuevo en la iglesia. Tienen que darse prisa para que les dé tiempo de ir a recoger la maleta y a comer algo. El tren pasa a las doce, así que como no espabilen, lo perderán. »Mira, me parece que llaman a la puerta.―¡Chicas, bajad! ¡Ángel y Julián están aquí! ―les gritó Felisa al cabo de unos minutos.Las dos hermanas, junto con Antonio y los dos soldados, se fueron a la iglesia sin demasiadas ganas, pero al llegar allí se sorprendieron mucho. Estaba abarrotada; había más gente que nunca. ―¿Por qué hay tanto público? ―preguntó María, que ya no parecía tener miedo al ver tantos rostros conocidos.―Porque la gente ya se está hartando. A los católicos no nos pueden dejar arrinconados como si no fuéramos nada ―le contestó Ángel―. Tenemos nuestros derechos y no vamos a consentir que nos metan en casa. El párroco ha pedido los permisos y le han dicho que sí, por lo que la gente ha venido a cumplir como cristiana sin saltarse la ley; vamos a celebrar el Domingo de Ramos como toda la vida.En cuanto terminó la misa, el párroco bendijo los ramos y todos los asistentes se fueron colocando para empezar la procesión. María, en aquel momento, se arrepintió de haber dejado la palma en casa. Muchas chicas de su edad llevaban una parecida a la que le había preparado, y ella no tenía la suya.
―La mía era mucho más bonita que este ramito de olivo ―se quejó a su hermana mientras se colocaban en la fila―. ¡Qué pena habérmela olvidado en casa!
Su hermana sonrió ante la salida de la niña y las dos fueron a ocupar su lugar en la hilera. El desfile comenzó. Como la banda municipal tenía prohibido acudir a cualquier acto religioso, la música la ponían los hombres y mujeres que procesionaban y, que ese día, cantaban como si les fuera la vida en ello. La calle se había llenado de grupitos que increpaban a los católicos, pero esa vez era mucha más la gente que iba en la procesión que la que estaba fuera de ella. Cuando los alborotadores recibieron respuestas airadas por parte de los de las filas, se fueron callando. Sabían que la Guardia Civil tenía orden de proteger a los que participaban en el acto de culto. El comandante del puesto había dado órdenes a los cuatro guardias que vigilaban de que nada ni nadie lo interrumpiera, y ellos estaban dispuestos a hacerlo muy gustosamente. Los grupitos se fueron retirando poco a poco. Los civiles no les miraban con buena cara y sabían que esa vez tenían las de perder.
―¡Ya tendremos otra oportunidad! ―amenazaron mientras cada uno tomaba el camino a su casa.
Cuando todo terminó, los dos soldaditos fueron a por sus cosas y, después, acompañados por sus amigos, se dirigieron a coger el tren que de nuevo les llevaría a Zaragoza.
―Qué bien ha salido todo ―tuvo tiempo de decirle Ángel a su novia―. ¿Ves cómo no tenías de qué preocuparte?
La chica sonrió, no le gustaba llevarle la contraria a su novio; pero no se le iban de la cabeza las caras de los que estaban esperándoles cuando salieron de la iglesia.

