1936. Sucedió un día
Actualizado: 13 dic 2019
Capitulo 1 de "La fotografía. Historia de un soldado".

Ángel Galé y su hermano Manolo, estaban en el monte el dieciocho de julio; era época de cosecha y tiempo de mucho trabajo.
El día anterior, los dos jóvenes, habían cogido su tartana y montados en ella, salieron de Tauste; su pueblo; con la intención de dormir en el campo y no regresar a casa hasta que todo el trigo estuviera recogido. Querían acabar a tiempo de llegar a la misa mayor del domingo, aunque para ello tuvieran que quedarse dos noches a la intemperie.
Sus tierras estaban lejos. Se tardaba más de cinco horas en llegar y no merecía la pena volver para ir otra vez al día siguiente, así que únicamente regresaban a casa cada tres días. Ya tenían allí las herramientas y los animales que necesitaban, hacía varios días que ellos estaban segando en esos campos, mientras su padre lo hacía en la huerta, que estaba mucho más cerca de su pueblo.
Los hermanos, habían estado trabajando todo el día y casi agradecieron que el sol se fuera y no tuvieran más remedio que parar; ya no se podía hacer nada más. Fue entonces, al sentarse al lado de la fogata que habían preparado para hacerse la cena, cuando el pequeño: Manolo, se dio cuenta, de que por la carretera había más transito del normal.
―¿Te has fijado Ángel? Parece que van muchos coches hacia Ejea. Desde donde estaban, la divisaban perfectamente y no era frecuente, que pasaran tantos vehículos de motor. Lo normal era ver carros y tartanas de labradores yendo y viniendo de los campos, pero no muchos camiones y furgonetas.
―Habrá algún jaleo por ahí. Desde lo de Calvo Sotelo, cualquier cosa puede ocurrir.
―¿Habrán matado a alguno?
―¡No hombre no! Seguro que hay alguna huelga en uno de esos pueblos de la montaña y son revoltosos que se van a montar más jaleo. Ya sabes que los de Sos y Uncastillo, siempre están listos para armar follón. Olvídate y vamos a dormir, que mañana tenemos que levantarnos temprano si queremos adelantar y volver pronto a casa ―dijo el mayor de los hermanos―. No te olvides que es domingo y quiero llegar temprano. No me gusta dejar tantos días solas a Carmen y a mi chica, que con solo tres meses, no debería estar sin su padre cerca y menos con los tiempos que corren.
―¡Hombre!¡Qué están en casa de los padres de tu mujer! ―le contestó el pequeño tumbándose al raso sin poder dejar de pensar en los vehículos―. Tendrás tu razón, pero a mí no me gusta nada esto. ¡A ver si se está montándose algún jaleo como cuando el 34!
―Pero Manolo, ¡si tú no te puedes ni acordar de aquello! Eras un crío. ―¡No era tan pequeño! Además, nunca se me olvidará la hoguera que formaron los revoltosos con los papeles que tiraron por el balcón del ayuntamiento, me encontré con ella cuando fui a buscar el periódico para padre.
―Te llevaste un buen susto ¿eh? Todavía están intentando reconstruir los archivos que quemaron esos sinvergüenzas. Lo mejor fue el pregón que dieron; aún me rio cada vez que me acuerdo… iban gritando que se había declarado el estado de guerra y no sé qué tontadas más.
―Pues no fue nada para reírse Ángel, que menudo follón se armó. Acuérdate que murieron tres personas.
―¿No fueron dos?
―No. Los revolucionarios mataron a un soldado desde la Picarra, y hirieron a dos más en la plaza. Luego está la pobre mujer que murió en la puerta de su casa y el sordo al que mataron los guardias porque no oyó el alto; fue un desastre.
―¿Y a qué viene ahora sacar a relucir eso? ¿Es que me quieres poner nervioso? ―se empezó a enfadar el hermano mayor.
―Ya te he dicho que no me gusta nada tanto jaleo de coches y no me estás haciendo caso.
―Olvídate Manolo, no seas agorero. Duérmete y deja de darle vueltas a las cosas que mañana tenemos mucho trabajo.
A las seis de la mañana, los dos jóvenes, ya estaban levantados y segando para aprovechar las horas de menos calor.
―Algo va mal ―dijo Manolo en un momento en que pararon para desayunar―. Nunca había visto tantas camionetas por la carretera; no han dejado de pasar en toda la noche.
―¿Qué va a ser? Igual son fiestas en algún pueblo… ¡A lo mejor hay una romería!
―¿Y la gente se va de fiestas antes de amanecer? Te digo que pasa algo ―insistió su hermano―. Anda, vete a la carretera y entérate, que esto no es normal.
―Mira que eres cabezón. A veces parece que seas tú el que tiene veintiséis años y yo el de los diecinueve. Voy por no oírte, paro a alguien, me informo de lo que pasa y vuelvo.
―No. Si pasa algo, te vas al pueblo sin esperar más ―insistió el pequeño―. Si veo que no regresas, me quedo a terminar de llenar el carro y en cuanto pueda voy yo también. ¡Pero vete pronto que no hay nadie en casa! Padre está con los tíos en la huerta, así que madre estará sola y Carmen y tu hija te pueden necesitar. Acuérdate de lo que hablábamos anoche, no vaya a ser esto algo parecido a lo de hace dos años.
Ángel, ya con el miedo en el cuerpo después de oír a su hermano, se dirigió a la carretera. No tuvo que esperar mucho para encontrarse con una camioneta. Iba llena de hombres armados en dirección a Ejea. ―¿Qué pasa? ―les preguntó.
―¡Qué se ha sublevado el ejército de África! ¡Los militares, que quieren acabar con la república! ―le contestaron― Vamos a Ejea. Nos han dicho que la gente se está reuniendo en el Ayuntamiento para hacer frente a lo que sea. Se ha declarado la huelga general así que nadie puede ir trabajar. Y tú, ¿qué haces aquí? Vente con nosotros o ¿es que estás con los militares? ―le dijo el que parecía llevar la voz cantante.
―¿Yo? No, qué va. ¿A qué fin voy a estar con esos? Pero no me puedo ir con vosotros porque seguro que en mi pueblo también me necesitan. Venga compañeros. ¡Qué os vaya bien! ―les animó―. Voy a ver si por el camino, encuentro a alguien que vaya para Tauste ¡Viva la república!
Y así, el joven, que no sentía ningún apego por esa forma de gobierno, se despidió y se libró de los que le querían llevar a Ejea. Muy preocupado, se puso a andar hacia su pueblo sin saber lo que podría estar pasando. Él y su familia eran personas de orden y esos días, eso no estaba muy bien visto.
―Espero que Manolo tenga cuidado a la vuelta. No vaya a meter la pata si se encuentra con alguno de estos ―iba pensando mientras caminaba―. Ahora sí que me voy al pueblo. Menudo follón debe haber allí, tenía razón mi hermano. Voy, veo lo que hay y en cuanto pueda, me vuelvo a por él. A ver si le van a ir a buscar gente como los de la camioneta y se lo llevan con ellos.
Al poco rato, una furgoneta apareció rumbo a Tauste. En ésa, el joven, sí vio caras conocidas.
―¿Te llevamos Galé? ―le dijeron los ocupantes del vehículo.
―Si gracias. ¿Sabéis que pasa?
―No, estábamos en el campo y han pasado unos de Ejea, diciendo que no podíamos trabajar porque había huelga general. Nos han dicho que había habido una sublevación, pero no sabemos nada más.
―¿Ni qué ha pasado en el pueblo? Yo estaba con mi hermano en el monte desde ayer y no sabemos nada, estoy muy preocupado. Mi madre, mi mujer y mi hija están solas, todos estábamos trabajando.
―Como se nota que eres padre primerizo ¿eh? No te preocupes hombre ―le dijo Patarrota, el vecino de su suegro―. Será como siempre. Alguna huelga que habrán hecho para protestar por algo. Durante unos días no nos dejaran trabajar y ya está. Lo que es menester, es que mientras tanto no le dé por llover, ¡qué la trilla está sin terminar!
Al cabo de un buen rato llegaron al pueblo. Ángel volaba hacia casa de su suegra donde estaba su mujer y su hija. Desde que se casaron; hacía poco más de un año; el matrimonio dormía allí, aunque cada uno comía con sus respectivos padres.
El pueblo parecía estar como siempre: muchos hombres caminado hacia su trabajo como todos los días. Al pasar por delante del local de la UGT, observó mucho movimiento dentro y al llegar a la plaza, se encontró que estaba más concurrida de lo normal. Había gente parada delante de la puerta del Ayuntamiento y, en el Centro de Derechas que estaba al lado, también se veía mucha actividad a pesar de lo temprano que era. Sin pararse con nadie, siguió caminando hacia casa de sus suegros y cuando iba a llamar a la puerta, se encontró con Antonio, su cuñado, que salía en ese momento.
―¿Qué haces tú aquí? ―le preguntó el hermano de su mujer― ¿No estabas en el monte?
―¿No sabes nada? Me han dicho que ha habido una sublevación, que el ejército de África se ha rebelado contra la república y que hay jaleos en todos los pueblos. ¿Cómo están Carmen y la chica?
―Cálmate un poco que no será para tanto; yo no me enterado de nada. Pasa, pero serénate un poco. No entres así que le vas a dar un susto a tu mujer y ya sabes lo malo que es eso cuando están dando pecho. Están las dos bien, así que tranquilízate. Vamos a verlas y luego nos acercamos a la plaza y nos enteramos de todo bien.
Carmen se asustó un poco al ver a su esposo allí. No sabía si las noticias que traía eran buenas o malas, pero no le gustaban; ella solo quería tranquilidad.
―¡No vayáis a ningún sitio! ―les dijo cuándo los hombres les contaron sus planes―. ¡Vuestro deber es estar aquí, cuidando de nosotras! ¿Qué se os ha perdido en la calle?
Su cuñado José, el marido de su hermana Felisa, llegó en esos momentos justo a tiempo para intervenir en la conversación. Había acudido a casa de su suegro con su mujer y su hijo Rafaelito al enterarse de las noticias. Su otro hijo, estaba pasando el verano con sus tías y quería ir a buscarlo. Su intención era dejar a su familia allí mientras él iba a por al niño.
―Es cierto lo que dice Carmen. Alguien tiene que quedarse cuidando a los de casa. Yo me voy al caserío porque Pepe está allí con mis hermanas ―dijo mientras iba hacia el corral a preparar la tartana―. Voy a buscarle. Quiero a mi hijo aquí con todos, es más seguro.
―Llévate la escopeta, no vayamos a tener algún susto ―le dijo su suegro.
Todos los de la casa ya estaban levantados. María, la más pequeña de las hermanas, apareció por la cocina y se sorprendió mucho de ver a Felisa y a su sobrino allí a una hora tan temprana.
―¿También va a venir Rosalía y Angelón? ―preguntó.
―Pues eso deberían hacer tus hermanos ―le contestó su madre―. Venirse aquí con sus familias y meternos todos en la bodega, que éstas cosas nunca se saben cómo acaban.
―No creo que vengan madre. No parece que haya tanto peligro, pero tiene razón José, alguien tiene que estar aquí, así que quédate tú, Ángel. Yo me acerco a la Plaza a ver qué pasa ―decidió Antonio, que no había dejado de pensar en cuál era la mejor solución.
―Pero pasa por casa de mis padres que mi madre debe estar sola.
―No te preocupes que aquí ya ves que no hay nada. Además, estará la criada con ella. Voy a la plaza y cuando vuelva, te vas tú a verla.
―Te acompaño hijo. Vamos para allá ―dijo don Ángel, el padre de Carmen que se llamaba igual que su yerno.
Cuando llegaron, había mucha más gente reunida delante del ayuntamiento. Todos hablaban, pero nadie tenía certeza de nada; no se sabía lo que pasaba.
Unos decían que en Zaragoza se había declarado el estado de guerra; si eso era verdad, la capital se había sumado a la sublevación. Otros, hablaban de lo contrario; aseguraban que había triunfado la huelga general y que el golpe había fracasado en la capital. La gente se miraba expectante unos a otros sin saber a qué carta quedarse.
La Guardia Civil estaba acuartelada y pendiente de lo que pudiera ocurrir en la plaza.
Muchas personas se habían dirigido a ellos para ofrecerse a ayudar en lo que fuera; eran los que estaban a favor de la sublevación. Pero en el cuartel no los aceptaron; les mandaron a sus casas. Estaban esperando a que llegaran órdenes de la capital y atentos a lo que se decidiera en el Ayuntamiento, donde toda la corporación estaba reunida sin que nadie supiera lo que estaba ocurriendo dentro.
En eso estaban; hablando y hablando; cuando de repente alguien gritó. ―¡Qué vienen soldados! ¡Por la carretera de Gallur se ve una columna! ―dijo un recién llegado que venía de la Picarra; la parte más alta del pueblo desde donde se divisaba el acceso a Tauste.
En efecto, al poco tiempo, apareció una pequeña columna de soldados de Infantería, acompañados por una sección de Guardias de Asalto; los habían enviado desde Zaragoza.
Parte de los hombres que estaban en la plaza empezaron a aplaudir a los recién llegados. Otros, sin llamar la atención y sin hacer ruido, se fueron retirando hacia sus casas a preparar sus bártulos para salir de allí, antes de que alguien se acordara de ellos.
El capitán que mandaba las fuerzas, ordenó que se disolviera la gente que estaba reunida y acompañado por el teniente que mandaba a los Guardias de Asalto, entraron al Ayuntamiento. La Guardia Civil del puesto, se había incorporado a las fuerzas y también estaban en la plaza.
―¿Qué está pasando ahí dentro? ―le preguntó Antonio a un guardia que conocía.
―¡Cualquier cosa!, yo poco sé. A nosotros, las órdenes que nos han dado, es que el Ayuntamiento se disuelva y que se haga cargo de él nuestro capitán y dos militares que han venido de Zaragoza. Pero, ¡no sé si a los que están ahí dentro, les va a parecer muy bien eso!
—¿Qué militares han venido? ¿Son del pueblo? —se sorprendió el mozo.
—No. Son un teniente y un capitán que estaban en la reserva y que han venido nombrados por los que mandan en la capital. Dicen, que han sido los primeros en ofrecerse a ayudar y que son de mucha confianza de los de Cabanellas. El caso es, que ahora van a ser los que manden aquí. En ese momento, la puerta del Ayuntamiento se abrió.
El alcalde acompañado de los concejales salió y sin decir palabra, todos se encaminaron hacia sus casas. El silencio en la plaza era absoluto. La gente se había vuelto a aglomerar delante de la puerta mientras se sucedían las conversaciones dentro y tuvieron que hacerse a un lado para que pasaran los miembros de la corporación. Al alba, en cuanto se enteraron de las noticias, los ediles se habían encerrado dentro y habían estado discutiendo sobre lo que tenían que hacer. El alcalde y una parte de los concejales querían declarar la huelga general, pero el resto se oponía. Pero mientras se decidían, habían llegado los militares y fueron ellos los que hicieron decidir la cuestión. No iba a haber huelga general y todos debían irse a casa.
Detrás de los ellos, apareció el capitán que mandaba la columna y ordenó al corneta que, tocara para llamar la atención de los congregados en la plaza.
En cuanto se hizo el silencio, sin muchos preámbulos, procedió a leer el bando que traía escrito desde la capital. En él, el General Cabanellas, declaraba el estado de guerra y la implantación de la ley marcial: hasta que el orden volviera, el ejército asumía el mando.
Cuando se acabó la lectura, los taustanos allí congregados se pusieron a hablar a la vez; todos sorprendidos, algunos asustados y otros muy contentos. El corneta volvió a tocar y cuando la gente se calló de nuevo, el capitán terminó el comunicado.
—El nuevo alcalde desde este mismo instante es don Teodoro Usán Cuartero, capitán de Infantería retirado, que será auxiliado por el capitán de la Guardia Civil del puesto. Desde este momento, queda terminantemente prohibido salir de la población.
La plaza se fue vaciando rápidamente. Unos querían ir a informar a los suyos y otros, estaban pensando en cuál era el mejor camino para salir del pueblo sin ser vistos.
―Vamos padre, que en casa estarán esperando noticias ―dijo Antonio. ―¿Qué ha pasado? ―les preguntó Ángel en cuanto los vio aparecer.
Su suegra, su mujer y sus hermanas estaban con él en la cocina esperando que llegaran las noticias. Seguía muy preocupado. Su madre se había pasado por allí para ver a su nieta Carmencita y saber de sus hijos y le contó que su padre y sus tíos habían regresado. Su hermano Manolo seguía en el campo y él, se sentía culpable por haberlo dejado solo.
―Pues parece que ya se ha acabado todo ―les explicó Antonio, mientras su padre se retiraba con su madre al comedor para hablar a solas con ella―. Los militares se han sublevado contra la república, pero parece que más organizados que cuando Sanjurjo. Cabanellas ha conseguido que Zaragoza se quede con los sublevados y ha declarado el estado de guerra. Desde la capital, han mandado tropas a los pueblos para mantener el orden y las que han venido aquí, han destituido el Ayuntamiento; supongo que porque es del Frente Popular y han puesto uno de ellos. El nuevo alcalde es un capitán retirado. Supongo que en el resto de España estará pasando lo mismo, así que, en un par de días, todo estará resuelto.
―¿Pero resuelto cómo? ¿Qué es lo que va a pasar? ¿Quién manda ahora? ―preguntó su cuñado bastante disgustado por lo poco claras que eran las explicaciones que le daban.
―Pues no han dicho nada de eso, pero seguro que son los militares. Será como cuando lo de Primo de Rivera. El bando que han leído no lo explicaba. Lo único que han dejado bien clarito, es que nadie puede salir del pueblo.
―¡Pero yo me tengo que ir! Mi hermano está solo y no sabe nada de lo que está pasando. Voy a buscarlo.
―Han dicho que no se puede salir, no que no se pueda entrar ―le respondió su mujer―. Seguro que cuando Manolo termine se vendrá.
―Sí, pero ya sabes lo que te he contado de los que se me querían llevar con ellos…
―Con lo listo que es, ya se imaginará que algo ha pasado y andará con cuidado. Nadie le va a engañar. Sabrá llegar a casa sin problemas ―dijo María que apreciaba mucho a su concuñado.
―Lo que quieren, es que no se les escapen los rojos y se vayan a ayudar a otros pueblos; por eso han cerrado las salidas. Vamos a comer y luego salimos a tomar café a La Agraria, a ver si nos enteramos de algo más por la radio. Así hacemos tiempo para que llegue tu hermano ―intentó tranquilizar Antonio a su cuñado.
Ángel, no muy satisfecho se dejó convencer, pero metió a su hija en su cochecito y mientras su esposa preparaba la comida, se fue a casa de sus padres para contarles lo que sabía y tranquilizarlos respecto a su hermano. La madre de la niña protestó un poco porque se sacará a la criatura a la calle con los alborotos que había.
―Ya sabré yo proteger a mi hija ¿no te parece Carmen? ―le contestó mientras se iba a ver a los suyos.
Por la tarde, después de comer, cuando los dos cuñados se dirigían café, vieron pasar varios camiones de la Falange; iban reclutando mozos para formar sus milicias.
―«Arriba España» ―decían los lemas que llevaban pintados en los camiones― «Uniros a nosotros» «Siempre al servicio del bien» «Salvemos a la patria de sus enemigos» «Vamos juntos a defender nuestra nación»
―¿Dónde irán ahora estos? ―dijo Antonio― ¿Pues no está todo resuelto? ¿Para qué quieren gente?
―¡Mira quién se está apuntando! ¿No es Mínimo? Pero ¡si hasta ayer era más rojo que un pimiento!
―Será para quedar bien, para que se olviden de lo que decía antes. ¡Venga!, vamos, que quiero oír lo que dice la radio.
―¿Ya sabéis lo de Gallur? ―les comentó su tío José Usán; el hermano de la madre de Carmen que también estaba en La Agraria a la espera de noticias; en cuanto los vio entrar.
―No. ¿Qué ha pasado? ―preguntó su sobrino.
―Pues que anoche, el alcalde se enteró de lo que pasaba y publicó un bando declarando la huelga general y ésta mañana ordenó parar los trenes. Desde las ocho ha estado el tráfico con Zaragoza interrumpido, hemos estado incomunicados. Menos mal que el comandante de la Guardia Civil en cuanto se enteró de lo que pasaba, declaró el estado de guerra, mandó circular los trenes otra vez y destituyó al ayuntamiento. A las doce ya estaba todo resuelto; Gallur está a salvo.
―Y en Ejea ¿qué tal? Yo me he encontrado ésta mañana con una cuadrilla que iba armada hasta los dientes.
―Pues no sé muy bien Ángel. He oído, que había mucha gente dentro del Consistorio armados con pistolas y escopetas y allí han declarado la huelga general. Pero lo importante ahora es lo que pase en Zaragoza. Es lo que hará que se decidan los pueblos hacia un lado o hacia el otro. Si todo sigue como hasta ahora, el orden se mantendrá.
―Por lo visto han huido un montón de rojos ―dijo uno de los que estaban sentados con José.
―¿Y el alcalde? ― preguntó Ángel.
―No, está en su casa. Lo he visto yo hace un rato.
―¿Y los mandamases de la UGT? ―quiso saber Antonio.
―Unos se han quedado y otros están escapados ―le respondió el mismo que antes―. ¡Hay una buena cuadrilla por el monte!
―¡Y mi hermano solo en el campo! Como no venga pronto ¡me salto yo también la prohibición y me voy a buscarlo! ―exclamó el joven visiblemente preocupado.
Al rato de estar allí apareció José, el marido de Felisa que venía acompañado de Manolo. Su hermano mayor, se lanzó sobre el chico y le dio un abrazo.
―He venido a buscarte para que veas que he llegado, pero no para que me estrujes ―le dijo el chaval quitándose lo de encima―. Me voy a casa, que padre estará intranquilo y voy muy sucio para estar aquí. Si no pasa nada, mañana te voy a buscar y nos vamos a terminar el monte, que aún nos ha quedado tajo.
―De acuerdo ―le contestó Ángel, ya más tranquilo y muy contento de ver a su hermano―. ¡Hasta mañana y dale un beso a madre! Dile que ésta tarde, pasaré otra vez con la chica a verla.
―¡Si Dios quiere! ¡Y no tengas que sacar a Carmencita de casa que ya bajará ella! ―le respondió Manolo mientras se alejaba― ¡Con el jaleo de pueblo que hay, no hace falta que esté mi sobrina por la calle!
―¡Pues el que casi no lo cuento soy yo! ―dijo José cuando vio que sus cuñados y sus amigos ya le prestaban atención.
―¿Qué te ha pasado? ―le preguntó Antonio.
―Pues que cuando ya había recogido al chico y estábamos de vuelta del caserío, me ha salido al paso una cuadrilla por la carretera de Tudela. Estaban escondidos detrás de una arboleda, ¡casi no salgo de allí! ―¿Qué te han hecho?
―Se me han puesto delante, me han echado el alto y he tenido que parar. Me han preguntado que a donde iba. Yo les he contestado que venía de buscar a mi hijo y que volvía a casa. Entonces me han visto la escopeta y como ya debían saber que los militares estaban aquí, se han encarado conmigo:
―¿Vas a unirte a la tropa? ―me ha dicho uno.
―Mira, lleva una escopeta ―ha chillado otro mientras me encañonaba. ―Baja del carro ―me ordenó a grito pelado el que había hablado primero.
―Ahora mismo―les he contestado― mientras rezaba para que no le hicieran nada al pobre Pepe que estaba llorando encima de la tartana. Cuando ya me estaba encomendando a Dios, ha salido uno de entre los árboles y se ha encarado con los otros.
―Yo le conozco y respondo por él ―les ha dicho―. Es un obrero como nosotros. Dejarlo que se vaya, no iría a unirse a nadie cargado con un crio. ¿No veis que la criatura no debe tener más de cinco años? ¿A dónde va a ir con él?
―Y, ¿quién era? ―le preguntó Ángel con la cara descompuesta.
―Uno de Novillas que le dicen el Riro. Es conocido de toda la vida. ¡Vamos, quinto mío! ¡Quién sabe si hoy a lo mejor me ha salvado la vida! ¡Bueno él y Pepe que se ha puesto a llorar muy a tiempo! Debía ser una cuadrilla de las que se han escapado de los pueblos.
―Y, ¿qué has hecho después? ―quiso saber Antonio.
―¿Yo? Pues darles a las riendas y correr hasta aquí como si me llevara el diablo. No se lo vayas a contar a Felisa que le puede dar algo.
―No, seguro que al final se lo dices tú a mi hermana. De la que te has librado. Menos mal que pudo llegar aquí el ejército. Si en todos los sitios ha sido igual y los militares se han hecho cargo de la situación, mañana ya habrá acabado todo y volveremos a estar tranquilos.
Pero nada sucedió tal y como pensaba Antonio. La sublevación solo triunfo en la mitad de España y durante unos días, muchos pueblos no terminaron de definir de qué lado estaban.
La prohibición de salir del municipio duró toda la semana, hasta que las cosas se fueron clarificando. La capital, durante unos días fue un caos, hasta que el día veinticuatro el ejército recuperó el orden.
El veintisiete, se levantó la prohibición y los hermanos Galé, se fueron al monte a terminar el trabajo que el día diecinueve dejaron a medias. ―¿Sabes lo que hicieron ayer los de las camisas azules? ―le contó el hermano pequeño al mayor mientras iban de camino― Buscaron a todos los monárquicos que encontraron por el pueblo y les hicieron tragar aceite de ricino.
―Pero ¿qué dices? ¡Serán animales! ¡Supongo que les habrán detenido ya la Guardia Civil!
―¡No!, ¡qué va! Cuando fueron a poner la denuncia, les dijeron que era una broma de críos y que no había habido consecuencias; que no merecía que por una tontada así pusieran un parte.
―¡Pues vaya majos que son ésos! ¿No tenían nada mejor que hacer? ―Lo que pasa es que son unos abusones. Como son voluntarios, los guardias hacen la vista gorda y los militares también; se creen que el pueblo es suyo.
―Pues yo me he enterado, de que han detenido al alcalde y he oído que detrás, va lo que queda del antiguo Ayuntamiento. Dicen que lo han cogido en su casa, delante de sus hijos y se lo han llevado a la cárcel. ―¡Pues me parece que va a ser el primero de muchos!
―¿Tú crees que deberíamos irnos al campo Manolo? Seguro que no pasará nada más ¿verdad? ¡Me da tanto miedo que Carmen se quede sola con la chica! ¡Si le pasara algo a ella o a la cría no sé lo que haría! ¡Mira que hemos tenido suerte con la pequeña! ¡No se puede tener una hija más maja!
―¿Qué va a pasar hombre? Si tenemos el pueblo lleno de militares. Entre los guardias civiles, los de asalto, los soldados y los falangistas, más que un pueblo parecemos un cuartel. Lo que tenemos que hacer es ir a terminar de trillar o esa hija tuya ¡tan maja no va a tener nada para comer ―le contestó riéndose su hermano― ¡Lo que hace falta es que no haya desbarajustes en el pueblo y que las cosas vuelvan a la normalidad! Mientras ellos se iban para el campo, el antiguo alcalde salía hacia las líneas enemigas; había podido huir. No ocurrió lo mismo con muchos otros de los que fueron detenidos esos días. Algunos de ellos fueron a prisión, otros fusilados.